Este horror, ahora amplificado y desmenuzado emotivamente por los medios, como el de las Torres Gemelas, es cotidiano en Darfur, en Faluya y en otros muchos lugares aún menos conocidos. No tiene, por desgracia, nada de extraordinario.
Katrina revela sin embargo la impotencia de un estado esquilmado por la tacañería ultraliberal justo en el corazón de un imperio que se presenta como modelo de omnipotencia. Cuando la catástrofe era todavía un pronóstico, Bush, con su clásico talante de cow-boy, alentó a los muchachos del Sur a que cogiesen el volante de la caravana y pusieran a sus familias a salvo de la pérfida naturaleza. Misión cumplida, debió pensar esa noche. En el país que se sostiene sobre el mito del éxito individual el mejor consejo para los malos momentos es el éxodo individual; en caso de peligro lo primero es salvar el culo sin preocuparse del vecino.
Pero he ahí que muchos viejos y muchos pobres de Nueva Orleáns no tienen coche. Y con la ínfima red de transporte público colapsada, la ciudad se ha convertido en una versión de otros infiernos.
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