El país de las últimas cosas

El horror no es un titular. Se concreta en personas hambrientas, sedientas, enfermas, desconcer- tadas, huérfanas; en la oscuridad y el pánico; en la ley del más fuerte y la licencia para tirar a matar. Las crónicas desde Nueva Orleáns podrían redactarse estos días con citas de La Peste, Ensayo sobre la ceguera o El país de las últimas cosas. Camus, Saramago y Auster no hicieron ciencia-ficción, hicieron hiperrealismo. Lo que pasa es que en muchos casos su referente permanece oculto.

Este horror, ahora amplificado y desmenuzado emotivamente por los medios, como el de las Torres Gemelas, es cotidiano en Darfur, en Faluya y en otros muchos lugares aún menos conocidos. No tiene, por desgracia, nada de extraordinario.

Katrina revela sin embargo la impotencia de un estado esquilmado por la tacañería ultraliberal justo en el corazón de un imperio que se presenta como modelo de omnipotencia. Cuando la catástrofe era todavía un pronóstico, Bush, con su clásico talante de cow-boy, alentó a los muchachos del Sur a que cogiesen el volante de la caravana y pusieran a sus familias a salvo de la pérfida naturaleza. Misión cumplida, debió pensar esa noche. En el país que se sostiene sobre el mito del éxito individual el mejor consejo para los malos momentos es el éxodo individual; en caso de peligro lo primero es salvar el culo sin preocuparse del vecino.

Pero he ahí que muchos viejos y muchos pobres de Nueva Orleáns no tienen coche. Y con la ínfima red de transporte público colapsada, la ciudad se ha convertido en una versión de otros infiernos.

Hace poco se descartó reforzar los diques de las ciudades de esa costa para que pudiesen contener un huracán de grado 4 (como el Katrina) por el coste excesivo que suponía. Se conformaron con una protección menor pero más barata. Los expertos comparan ahora ese gasto con el equivalente aproximado a lo que cuestan dos semanas de la invasión de Irak.

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