Cine de supervivencia
Un crítico elogia a esta película en la radio pero añade enseguida que no la recomienda si después de ir a verla el espectador piensa salir de copas, porque es demasiado dura y podría amargarle la juerga. No creo desde luego que ese consejo tenga mala intención, pero me parece una patochada. El cine, el buen cine, sirve para vivir más y no para olvidarse de la vida. Se siente uno más vivo cuando ve una comedia de Lubitsch, Billy Wilder o Woody Allen. Pero incluso también cuando ve un musical acuático, paradigma de la evasión. Y, por supuesto, uno siente que ha vivido más al salir de La ciudad está tranquila.
El cine del director francés Robert Guédiguian ha ido creciendo fiel a un modelo ideológico, la revisión nada dogmática del marxismo; fiel a una tradición estética, el realismo poético de René Clair o Jean Renoir; y fiel a un contexto, el barrio marsellés de L'Estaque, microcosmos donde la globalización ensaya todos sus conflictos. Poco a poco, a fuerza de insistir sin repetirse, se ha ido abriendo un hueco en el corazón de la crítica y en el corazón de un público cada vez menos minoritario.
En pleno apogeo de su carrera, ha estrenado en 2000 dos películas rodadas casi de forma simultánea: ¡Al ataque!, una comedia que aportaba también una reflexión sobre el mismo cine, y esta obra maestra que es La ciudad está tranquila, una tragedia en la que Guédiguian alarga las coordenadas de su cine, sale del barrio de L'Estaque y sacrifica algo de su amabilidad para mostrar el lado oscuro de la ciudad de Marsella y el lado oscuro de la vida.
Con un planteamiento de historias que se cruzan, La ciudad está tranquila habla valientemente del paro, de la drogodependencia y del racismo, del oportunismo fascista y de la crisis de la utopía. Reincide pues este director en argumentos ya presentes en otras películas suyas, pero los expone aquí con una complejidad y una lucidez que no había alcanzado hasta ahora y consigue hilvanar un discurso narrativo de enorme intensidad, que se completa desde múltiples sucesos marginales, como el que abre y cierra la película trascendido en un precioso símbolo ideológico de supervivencia.
En una más de sus lealtades, Guédiguian vuelve a trabajar en La ciudad está tranquila con sus actores fetiche: Jean Pierre Darrousin, Gérard Meylan y por supuesto Ariane Ascaride, la nueva Anna Magnani del cine europeo, aquí más creíble y más emocionante que nunca en su encarnación de una madre coraje anónima como tantas.
Salí del cine, impactado desde luego por la poderosa verdad que transmite esta película, y me fui a los bares a recoger la invitación de su director, que dice en el programa de mano: "La película trabaja sobre ideas y comportamientos que me sorprenden. Estoy para contrastarlo. No tengo nada que proponer, no tengo evidentemente ninguna solución. Sólo puedo analizar estas cosas con mi biografía esperando que esto devuelva a las personas a su propia biografía, para que hablen, para que se hablen, para que hablen de ello".
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