Reinventar los géneros es una tentación demasiado frecuente y un desafío a menudo inasequible. Un siglo y cinco años de western (Asalto y robo a un tren, 1903, se acepta como hito fundacional) han esquilmado un campo muy limitado en sus referentes espaciales y temporales. La reedición de su pura épica original ya contagia pocos entusiasmos si no se rellena de ironía desmitificadora o si no descontextualiza su compacta y potente mitología. Y las dos posibilidades tienen altos riesgos.
Los Coen salvaron esos riesgos en la corrosiva Fargo, otra de sus películas más notables (la comparación es inevitable), y han vuelto a superarlos con nota en este otro western ochentero y más amargo que afila también con maestría arquetipos y lugares comunes. Quizá esa agudeza está ya en la novela de Cormac McCarthy que inspira al filme (y que no he leído). Pero los directores tienen la valiosa virtud de aludir a un mundo ya visto mil veces en la pantalla para sostener en los pilares de sus viejos tópicos una renovada maraña de preguntas abiertas.
Los Coen salvaron esos riesgos en la corrosiva Fargo, otra de sus películas más notables (la comparación es inevitable), y han vuelto a superarlos con nota en este otro western ochentero y más amargo que afila también con maestría arquetipos y lugares comunes. Quizá esa agudeza está ya en la novela de Cormac McCarthy que inspira al filme (y que no he leído). Pero los directores tienen la valiosa virtud de aludir a un mundo ya visto mil veces en la pantalla para sostener en los pilares de sus viejos tópicos una renovada maraña de preguntas abiertas.
Imagen: fotograma de No es país para viejos (Joel y Ethan Coen, 2007)
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