Miguel Mihura prepara el discurso de ingreso en la Academia en 1972



La vida, ese juego tan serio,
se me fue sin hacer nada.
Si acaso, lo justo para seguir jugando.
Perseguí, eso sí,
los goces pasajeros —otros no conozco—
con ahínco y con tristeza
—pompas de jabón, pasiones
de porcelana y de llovizna—,
y, en fin, alguno que otro obtuve
y puse cuanto pude en disfrutarlos.
Por lo demás,
el mundo me falló como acostumbra.
Fui, como todos,
un funambulista por el filo,
un merodeador de tantas cosas,
una nota a pie de página
de un libro incomprensible.
Me agoté caminando y, al cabo,
poco útil aprendí por el camino:
tres o cuatro fruslerías
en este siglo feo de chatarra y crimen.
Quizás, por ejemplo
—y disculpen las molestias—
que sólo el humor permanece,
que sólo la ternura se aproxima a la verdad,
que sólo el amor podría salvarnos.
Respetable auditorio:
en este juego se pierde siempre,
la banca arrastra con todo aquello que apostamos
indiferente a nuestros rostros
de ilusión o de esperanza.
Esta ridícula partida,
esta aventura pequeña,
se pasa casi sin tiempo de contarla
o de entenderla.
Poco más tenía que decirles.
Poco más.

Qué vida más extraña
y qué torpes jugadores.

1 comentario:

L.B dijo...

precioso