El hilo



Ayer fui a ver Louise-Michel, una negrísima comedia francesa recomendable sólo (no es poco) para los amantes del cómic grotesco. Desde su título es un homenaje, traído a la actualidad, a una histórica anarquista francesa. Su visión de esta famosa crisis en la que chapoteamos, siendo muy macarra, lo es mucho menos que algunos sermones neocon.
A mí (que no soy precisamente un amante del cómic grotesco), me gustó mucho el trabajo de Yolande Moureau, la actriz protagonista, la audacia gamberra de algunos de sus gags mudos (o casi) y la frescura con la que se trata el otro gran tema de la película: la identidad de género. Pero el conjunto no me entusiasmó.
En la cervecita de después, como era previsible, la conversación se fue por las ramas y desembocamos en un tema recurrente pero difícil de acotar: sería algo así como la necesidad (o no) y la conveniencia (o no) de un arte escéptico.
Parece que la clásica separación entre un arte de evasión y un arte de compromiso ya no nos sirve en sus términos más elementales. Su formulación ha evolucionado hasta hacerse más compleja, hasta convertirla, más que en una dicotomía, en una tensión.
Es muy posible que toda obra que aspire a dejarse acompañar por el adjetivo "artística" debe trasladar un poso de incomodidad y escepticismo. Pero ese poso no puede (no debe) conducir a la parálisis.
El equilibrio es complicado. Y en el cine, por ejemplo, creo que algunos de los que mejor lo han conseguido han sido directores asociados a la autoparodia, directores capaces de hablar de lo íntimo y de lo público al mismo tiempo: Jacques Tati, Berlanga, Agnès Varda, Fellini, Aki Kaurismaki, Iosseliani...
Quizá todo se resuma en el generoso detalle de dejar, por muy incómodo que sea el discurso, un hilo suelto.

Imagen: fotograma de Louise-Michel (Gustav de Kervern y Benoît Delépine, 2008)

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