El tren de las seis



Si al salir del colegio, vengo directamente a casa y por el camino no me paro con nadie, si hago los deberes a todo correr y meriendo en un periquete las seis galletas y el vaso de leche que mamá me deja sobre la mesa de la cocina todos los días. Si salgo como un bólido a las cinco en punto y no me caigo rodando al bajar por la escalera. Como aquel día que me esperaba toda la familia montada en el coche, para salir de vacaciones y a mí se me habían olvidado los patines, y subí y bajé como una exhalación, y rodé dos pisos seguidos, rompiéndome una pierna, y hubo que decir adiós a las vacaciones, y pasar todo el verano largo y horrible, quieta en la cama sin moverme, aguantando encima las malas caras de todos, que parecía como si yo me hubiera roto la pierna para fastidiar.
Bueno, pues si como os decía, salgo a las cinco en punto de casa, y cojo el autobús que para cerca de la estación, y éste no encuentra en el trayecto demasiados semáforos en rojo, y en las paradas no suben muchas de esas personas que se eternizan sacando los cambios del monedero, tal vez logre llegar a tiempo para coger el tren de las cinco y veinte. Y suponiendo que éste llegue puntual a Köln, quizá pueda entonces comprobar que es mentira cuanto papá dice sobre la inexistencia de esa otra niña rubia, idéntica a mí, de la que cada vez con más frecuencia nos habla la gente, esa niña que toma todas las tardes en Köln el tren de las seis.
Porque la podré ver con mis propios ojos. Y me acercaré a ella, y tal vez hasta me atreva a hablarle. Pero entonces, ¿Qué puede ocurrir? Quizás me cuente cosas que no deseo oír, como por ejemplo, que en otras estaciones de otros países también cogen el tren de las seis niñas copias como yo, que todo es cuestión de irlo verificando. Cosas así de horribles y muchas más y peores que no me puedo ni imaginar.
Pero también puede suceder que acabe los deberes, me coma las galletas, me beba el vaso de leche y no salga de casa para nada, y nunca más pregunte por esa otra niña que coge en Köln el tren de las seis, y me olvide de toda esta historia para siempre, y no vuelva a pensar en ella, ni siquiera ese día probable en que me encuentre a esa niña esperándome a la salida del colegio, o mirándome con ojos extraños, como ahora, desde el umbral de la puerta de mi cuarto.
Porque si hago como que no le veo, y soy prudente y sensata y todas esas cosas que suelen ser los mayores, e intento, además, escapar siempre como de la peste de todo aquello que no entiendo, como aconseja mi padre, tal vez consiga entonces llegar a ser una persona adulta, capaz y aburrida como ellos.

Un león en la cocina, Julia Otxoa

Imagen: fotograma de La doble vida de Verónica (Krzystzof Kieslowski, 1991)

2 comentarios:

Unknown dijo...

Hola, qué rico este texto, esa inocencia tan lúcidamente no ingenua. Me recordó un poco a Cortazar en ese cuento de la fumigación de las hormigas,cuyo nombre no recuerdo. N o sé si por la edad o el alzheimer. Como siempre un gutos leer este blog (antes era visitante asidua y después no, pero ahora sí).

Saludos

Anónimo dijo...

Creo que el cuento de Cortázar al que te refieres se llama "Los venenos". Está publicado en 'Final del juego' y en Internet lo tienes (lo tenéis, lo tenemos) aquí:
http://www.literatura.us/cortazar/veneno.html

Un abrazo, Lo.