Esta pintada está a trescientos metros de la casa en la que vivo, junto a un gimnasio al que vamos los vecinos del barrio, entre otras cosas, a quemar nuestro excedente calórico. La he visto también en Mérida. Y en Barcelona. Y en Bolonia. Sé que grita desde muros de muchas ciudades. Hay pocos mensajes tan concretos y tan incuestionables. Sean cuales sean nuestros dioses, nuestra tendencia sexual o el color de nuestros ojos, todos los seres humanos tenemos que comer para existir, para tener dioses, sexo, mirada, vida.
De todo carecen esos niños extenuados y panzones, iconos del horror de las hambrunas. Cuando los asoman por el objetivo de la cámara al salón de nuestras casas, solo son ya un par de ojos delirantes en un cuerpo abandonado. Luego, ni eso; se funde su mirada o la esquivamos cambiando de canal. Nos hemos acostumbrado a su tormento balbuciente. El sentimiento de culpa en pequeñas dosis nos inmuniza. Y alguien lleva siglos enseñándonos el hambre como un castigo divino, como un imponderable. Falso. Hoy, más falso que nunca.
El último informe del relator especial de las Naciones Unidas para el derecho a la alimentación, Jean Ziegler, es un documento cargado, como es habitual, de abrumadoras estadísticas. Más de 17.000 niños menores de cinco años mueren cada día por enfermedades relacionadas con el hambre. 852 millones de personas (10 millones más que el año anterior, por cierto) soportaban en 2004 la eufemística etiqueta de "gravemente desnutridas".
Pero Ziegler rellena de contenido político estas cifras vanas cuando explica que el hambre no es inevitable porque el planeta tiene capacidad para producir alimentos que aporten 2.100 kilocalorías por día a 12.000 millones de personas, el doble de la población mundial. El derecho a la alimentación es innato y transnacional. Su cumplimiento no depende ya de la capacidad, sino de la voluntad política. Y hay que exigírselo con urgencia a los que gobiernan y a los que deciden.
“Un niño que muere de hambre muere asesinado” afirma Ziegler desde los titulares de los periódicos. Y agrupa a los asesinos en tres categorías: determinados estados nacionales y las políticas que aplican; un amplio conjunto de agentes privados nacionales y transnacionales; y, finalmente, algunas organizaciones multinacionales.
Y al mismo tiempo que señala a los culpables el informe valora ciertos pasos tímidos hacia el fin de esta barbarie. En este sentido, Ziegler mira con esperanza al programa "Hambre Cero" del gobierno brasileño de Lula. Pese a todos sus incumplimientos, desajustes e imperfecciones, esta iniciativa está teniendo la valentía de comprometerse nombrando y asumiendo como posible la única solución moral del problema: la erradicación.
Alberto Montero Soler, profesor de Economía Aplicada de la Universidad de Málaga, analiza el informe de Ziegler y el planteamiento del hambre como delito en un artículo que podéis leer en este enlace. Muy recomendable. Insistiremos en el tema.
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